SEMANA SANTA: UNA INVITACIÓN A SALIR DE NOSOTROS MISMOS

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Para esta Semana Santa dedicaremos algunas líneas a reflexionar sobre un pasaje del Evangelio que narra la Pasión del Señor.Se trata de un pasaje sencillo, que pasa casi desapercibido:

“Había un hombre llamado José, miembro del Consejo, hombre bueno y justo, que no había asentido al consejo y proceder de los demás. Era de Arimatea, ciudad de Judea, y esperaba el Reino de Dios” (Lc 24, 50-51).

Cuando los terribles ultrajes que padeció Jesús siguen frescos en la memoria de muchos, José de Arimatea sale de sí mismo. En silencio, pero con decisión se atreve a ir donde Pilato a pedir el cuerpo del Señor para darle una digna sepultura.

En efecto, la celebración de la Misa del Domingo de Ramos dedicó en su lectura extensa del Evangelio, una mirada panorámica de toda la Pasión del Señor, como una manera de disponer nuestros corazones a vivir con auténtica piedad estos sagrados misterios. Sin embargo, podemos caer en una disposición de separar nuestra cotidianidad de estos mismos misterios de fe. Con esto tendemos a separarnos del mundo en el sentido de aislarnos de él y no a transformarlo como Jesús lo hizo con todos aquellos que se dejaron tocar en sus corazones. Con ello nos referimos a una actitud piadosamente rígida, con una excesiva atención por la ritualidad y las normas, despojándolas de su contenido. Si a ello agregamos la piedad popular, tendremos una práctica de fe que se encapsula y encasilla en un molde, que no mira más allá de lo que ocurre en nuestras vidas, vidas en constantemente movimiento que buscan fructificar allí donde cualquiera se deje guiar por el Espíritu Santo. Esta actitud de encapsulamiento nace de una concepción de lo sagrado que separa lo de arriba de lo de abajo, lo espiritual de lo físico, una suerte de angelismo o puritanismo. Pero, ¿no consiste acaso toda la Pasión del Señor en una entrega total por salvarnos, es decir, todo nuestro ser?, ¿no estuvo Él mismo a darse por completo para cumplir la misión de regalarnos la vida eterna?, ¿no se trata la salvación de un asunto personal, en donde toda mi vida es asumida en el dolor salvífico de Cristo y no solamente un aspecto de ella? Jesús quiere que seamos santos y ello debe implicar que nuestra vida entera, no solamente una parte de ella, ha de ser redimida. Ese es el triunfo de la cruz, que toda nuestra persona está llamada a ser redimida, sin matices: todo o nada, así es el amor de Dios, porque Él mismo es amor. Pues bien, ¿qué relación tiene todo esto con el pasaje destacado? Mucho, porque en José de Arimatea encontramos, cual perla escondida, la actitud de un “cristiano” completo, que pasa casi desapercibido dentro del relato, justo después de la tormenta, cuando las lágrimas nos han cegado nuestros ojos de tanto dolor, cuando ya no queremos seguir mirando, cuando la derrota es completa ante el mundo. Resulta no menor el hecho que él era judío, pero su conversión ante la Pasión del Señor fue completa, pudiendo incluso ir más allá de las rígidas normas, de la ceguera espiritual de los otros miembros del Consejo. Es un judío que pudo salir de ese encapsulamiento del que hablamos, buscando aquello que da sentido a toda norma. Como dijo el mismo Señor: “No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento” (Mt, 5,17). Cumplimiento que está en la dimensión positiva de actuar en el mundo a partir del amor: “Porque os digo que, si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt, 5,20). Esto significa que su conversión dispuso su corazón tal cual lo solicita el Señor, esto es, a actuar conforme a lo que creyó y no al revés, como sus colegas, creyendo conforme a lo que siempre se solía hacer. Su fe devino en una actitud concreta ante el mundo, cambiando, con la gracia de Dios, su entorno, sus familiares, amigos y ganándose, muy probablemente, el rechazo de muchos. Fue capaz de cuestionar a sus colegas de tradición, no mediante la confrontación, sino de manera humilde y silenciosa, arriesgándose a pedir el cuerpo del Señor ante Poncio Pilato, la máxima autoridad romana en Jerusalén. José de Arimatea “esperaba el reino de Dios”, esto es, dispuso su corazón para una completa conversión de su vida entera, permitiendo con ello que su actuar fuera mayor que la justicia de las leyes judías, por eso podemos anticipar ya en su testimonio que sí ha entrado en el Reino de los Cielos, porque ha actuado conforme a la voluntad de Dios, o también así: la voluntad de Dios ha entrado en su corazón, porque se ha dejado tocar por el amor mismo: Jesús. Esto explica por qué su testimonio nos conmueve y sorprende, pues aunque todavía no era testigo de la Resurrección, ya su corazón “pregustó” el triunfo de la cruz. En estos días de Semana Santa, tenemos un buen ejemplo para ser interpelados por este silencioso converso de Cristo, José de Arimatea, para salir de nuestros esquemas tradicionales, no por el miedo a la norma, sino por estar obligados por el amor mismo, aquel que nos hace libres, y así aprender a ver con el corazón las circunstancias cotidianas que el Señor suscita para nuestro propio beneficio. Oportunidades concretas de dejarnos sorprender por el amor de Dios en nuestro prójimo, aquel que muchas veces, ante la rigidez de las normas, podemos ver como el más lejano, cuando en rigor es un otro Cristo.

Que el Señor nos fortalezca no con las fuerzas del orgullo y la arrogancia, sino con las de la humildad y la caridad, aquellas que nos permitan ver donde están los más necesitados.

+ pax et bonum

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